Malandar (Relato corto).

           Ni siquiera habían transcurrido dos semanas desde que me instalé en aquel hostal ubicado en la parte más periférica de la ciudad y la martirizadora monotonía no cesaba de incordiar entre los más profundos recovecos de mi subconsciente. Un foco alumbrando en mitad de una sesión cinematográfica posiblemente me resultase menos molesto, y eso que adoro este arte. ¿Y cómo acabé allí? La respuesta es simple. Muchas veces el problema que conlleva atar los cabos que van quedando sueltos es terminar asfixiándote con ellos, y así me empezaba a encontrar por aquel entonces. Veía como la vida transcurría cíclicamente con un sentido variable tras cada paso y, aunque siempre me gustó pensar que del bucle se salía entrando en otros bucles, este ya había topado con su cumbre. O quizás era un inmenso pozo en el que me había adentrado. No sé, ambos representaban lo mismo, la única variación significativa era el enfoque dado.
Aquel antro, que muy acertadamente decidieron bautizar como Malandar, destilaba una compleja y sorprendente combinación de orina, sudor y humedad, con un ligero toque a amoniaco que al menos dejaba entrever que existían personas habitando aquel tugurio y no sólo la intrínseca pestilencia del edificio les pagaba el alquiler. Parecía estar diseñado meticulosamente para que ni los tardígrados pudiesen perdurar bajo ese entorno. Realmente me encontraba allí por voluntad propia. Podría haber escogido cualquier otro lugar mucho más acogedor, pues no sería la primera vez que me alojase en uno de los lujosos hoteles del centro con más estrellas que indicios de empatía hacia sus clientes más allá del puro interés económico. Aunque ciertamente el trato aquí tampoco podía calificarse de ejemplar y las constantes náuseas te invitaban a exiliarte de la vida misma, pues nadie en su sano juicio podría asegurarte que la próxima inspiración no fuese a convertirse en un último aliento. Incluso podría haber permanecido en mi casa, pero la envolvente melancolía que se erigía sobre ella generaba en mí un discordante contrapunto en mi estado de ánimo y prefería no pensar en aquello hasta que estuviese en mi mano el poder cambiar la situación. Aunque fue mi oficio y la estratégica colocación del lugar lo que me llevaron a decantarme por aquel sitio, pues si algo he aprendido en esta media vida que llevo ejerciendo como escritor es que en las situaciones más prósperas se esconden pocas historias que realmente merezcan la pena ser narradas. Y el destino no se demoró demasiado en darme la razón, aunque en absoluto como esperaba.
Hasta no llegado el undécimo día, mi estancia en el Malandar la podría resumir entre el insomnio ocasionado por las triunfantes entradas que, en un esplendoroso alarde de ebriedad, los borrachos de turno nos deseaban unos felices sueños a la par que intentaban, casi siempre en vano, alcanzar el mohoso y duro colchón de sus cuartos. Por suerte nunca he sido una persona que tienda a dormir en exceso y ya desde temprana edad prefería aprovechar las noches para leer, reflexionar o escribir. El otro factor esencial para describir el tiempo que llevaba hospedado allí fueron los intermitentes paseos que solía dar a lo largo de sus tres plantas de habitaciones justo después de regresar al hostal, lo cual practicaba unas cuatro veces al día para respirar un poco de polución urbanística, jactarme de aquella actitud que hacían llamar civismo y visitar el hospital que, dos calles por detrás del Malandar, se alzaba sobre el resto de edificios de la zona. La realidad dejaría de teñirse aciaga sólo cuando el irónico humor del destino me excluyese de su modus operandi. Sé que suena muy triste, y realmente lo fue. Hasta entonces, ninguna de las vueltas que di por los pasillos resultó ser más fructífera que para añadir una interminable lista de insultos y groserías a la colección de vocablos que jamás emplearía en alguno de mis libros.
Las caras de ciertos inquilinos permanentes ya comenzaban a ser familiares para mí. En el segundo piso tenía la costumbre de coincidir con un anciano que, sentado en una silla frente al pasillo, disfrutaba saboreando uno de sus puros siempre con la misma expresión de satisfacción personal. Y he de admitir que escasas fueron las ocasiones en las que llegué a observar dicha expresión en la gente de mi día a día, lo cual me resultaba fascinante. Por otro lado, en el tercero para ser más concretos, solía encontrarme con Jaime, un joven recatado que no aparentaba más de veinticinco años. Fue la única persona con la que llegué a cruzar algunas frases sueltas, aunque no tuvimos la oportunidad de profundizar más allá de una surtida variedad de formalidades al saludarnos. Estaba allí desde antes de mi llegada, de eso estaba seguro, pero no sabría decir exactamente el tiempo que llevaría padeciendo aquella tortura medieval. No parecía la clase de persona que se conformase con una vida así, aunque su alojamiento tampoco se prolongó demasiado.
Nuestros caminos llevaban ya tres días sin converger y durante mis paseos nocturnos dejé de apreciar los pálpitos de su bombilla intentando escabullirse por debajo de la puerta número quince, como entonando un luminoso réquiem de despedida. Quizás eligió fundirse definitivamente… O tal vez el chico encontrase un techo sin moho en el que resguardarse aquellos días. Tampoco me resultó relevante preguntárselo esa mañana mientras cargaba un par de maletas frente a la entrada del Malandar y con la sonrisa más sincera que había dejado escapar en estos once días. Me acerqué a él para preguntarle si se marchaba y me respondió que había encontrado unas prácticas relacionadas con el título de ingeniero industrial que tenía. Además le facilitaban alojamiento y comida durante el transcurso de estas. Al fin la vida parecía darle una oportunidad a la que poder sacarle algún provecho.
—Un milagro. ¡Ha sido un milagro! —no dejaba de repetir mientras le felicitaba efusivamente por la noticia. La emoción parecía escapársele de la mirada a borbotones como un difusor en plena aspersión de agua.
Aquella fue la primera vez que reparé en la trajeada presencia del señor Rodríguez, quien acababa de estacionar su BMW i8 a un par de metros de nosotros. Rondaba los sesenta años y su enjuta figura inspiraba una extraña sensación que no pudo ser más errada. Quizá se debió al contraste de aquel nuevo personaje deteniéndose impoluto frente a la deteriorada edificación que me servía de albergue, pero me avergüenza reconocer aquella primera imagen que le atribuí a su persona. El joven, tras depositar su equipaje en el maletero del vehículo, se volvió nuevamente para despedirse de mí y, sin más demora, se apeó en el asiento del copiloto hasta esfumarse entre la lejanía, como un susurro lo haría en esta ciudad durante una noche de tormenta.
Las siguientes cuarenta y ocho horas únicamente sirvieron para acentuar mi incómoda estancia, hasta el extremo de soñar con abandonar aquel cuchitril, resguardado por las lindes de ébano que constituían el elegante ataúd donde me encontraba confinado. El incesante martilleo entre las sienes me devolvió bruscamente a la realidad y sólo hallé asilo en un vaso de agua con una alta dosis de ibuprofeno acompañado por algunos capítulos de The Catcher in the Rye. Tras aquel minucioso proceso de galvanización anímica, me reincorporé para enfundarme mi abrigo de cuero y emprendí rumbo por los sinuosos pasillos en pos de encontrarle alguna otra perspectiva a este claustrofóbico estilo de vida. El cielo decidió desvestirse aquella noche de su halo lunar y no se podían apreciar en este más que un par de estrellas brillando afligidas a varios años luz de nosotros. O quizá el despampanante fulgor de la ciudad era quién generaba aquella percepción y estas, más que desconsoladas, se hallaban radiantes sabiéndose lejos de nuestro alcance. Siempre acababa divagando en cuestiones de esta estirpe cuando deambulaba inmerso entre el silencio de la madrugada. No sería porque careciese de preocupaciones con una repercusión más directa en mí, pero toda resolución de estas se reducía a un absurdo que obcecaba temporalmente mi raciocinio. Sólo albergaba un deseo que debía germinar entre este frondoso bosque de desdichas y la única alternativa que me quedaba para recrearlo exigía que recobrase hasta el último ápice de mi –ya tan difusa– inspiración.
Los faros del mismo deportivo que días atrás se detuvo frente al hostal derrocaron aquellos pensamientos para permitir que se instalase en mi cabeza una especie de incertidumbre completamente dispar a la que me había anegado durante todo el trayecto. Antes sentía frío y desconsuelo, ahora tan sólo me guarecían las dudas. Con la ventanilla bajada, el vehículo frenó permitiéndome observar detenidamente el rostro de aquel hombre bajo la grácil luz de las farolas.
—¿Te llevo? —la pregunta no debía sorprenderme, pero aún así lo hizo. Incluso después de haberme concedido algunos segundos para recapacitar sobre ella. Vacilé otros tantos y, sin desviar la vista de aquellos ojos verdes que parecían radiografiarme el alma, asentí sin mucha convicción.
La puerta del coche se elevó abriéndome paso hacia su interior. Aquella maravilla automovilística revestida por fibra de carbono lograría que el mismísimo Henry Ford se desempolvase al salir de su tumba para enterrarse impecable allí. Mantuvimos un silencio tácito durante un par de manzanas sin concretar ningún destino, únicamente dejándome llevar por aquel instinto que me había recluido en aquella incómoda situación.
—Me complace conocerle finalmente, señor Barrero. Mi nombre es Marcos. Marcos Rodríguez, aunque puede permitirse tutearme.
La repentina presentación sólo sirvió para acrecentar mis nervios, emitiendo unos balbuceos ininteligibles a modo de respuesta. No es que me intimidase, sólo me encontraba desubicado. Incluso consiguió que se me pasara desapercibida la familiaridad de aquel nombre.
—No se preocupe —continuó con naturalidad en un intento de aminorar la tensión que nos envolvía—, lo conozco por sus libros. Es todo un honor para mí poder deleitarme con su presencia en este fortuito encuentro —el énfasis que acompañaba aquel adjetivo me hizo cuestionarme la verosimilitud de dicha coincidencia—. Y si me permite la pregunta, ¿qué le trae a estas horas tan intempestivas a caminar a solas por estas calles? ¿Iba a alguna parte?
—En esencia, no. Sólo disfrutaba de un introspectivo paseo con el fin de paliar mi insomnio.
—Grata elección. La claridad del pensamiento siempre parece intensificarse al verte rodeado por penumbra. Pura física clásica —esbozó una sonrisa que pareció costarle sostener­—. Aunque también es cierto que las sombras tomadas como referencia a veces pueden dar cobijo a otros asuntos… ¿Y quién sabe? Ante la duda, es preferible no pisarlas, por lo que pueda pasar.
—Tendré que aplicarme su consejo, señor. Aunque ya estoy acostumbrado a pasar desapercibido entre ellas.
—Pero ante la luz nada puede ocultarse, amigo. Al final todo deriva en poder quemar el telón de este inmenso escenario en el que vivimos. O lo intentamos al menos.
—Parece fácil decirlo cuando utilizas estas luces de láser —hice una pausa en la que volvió a sonreír, está vez con más entusiasmo. Yo le acompañé—. Aunque pensaba que el tema que tratábamos era la oscuridad y sus odiseas a altas horas.
—Luz, oscuridad. Noche y día… ¿Qué más da? El problema es el uso que le damos. El único error somos nosotros, las personas. El ser humano empático y desinteresado es una especie en extinción que se pretende erradicar desde el subconsciente inculcando valores huecos pero estéticos en un mundo de miopes sin vistas al futuro.
Lo dijo impasible, como rememorando un ensayo mental. Aquella inquietante parsimonia me impidió distinguir si lo que camuflaban sus palabras era rabia, dolor o miedo. El coche se detuvo en un semáforo. Nos encontrábamos ya bastante alejados de nuestro punto de encuentro y, por la dirección que seguía, el señor Rodríguez parecía dirigirse hacia el centro urbano.
—¿Nunca se ha planteado ser escritor? Creo que le sentaría que ni pintado a esa labia que tiene.
—Es todo un halago viniendo de usted, ciertamente —rió con ganas mientras alzaba el pie del embrague para retomar la marcha de su vehículo—, pero tampoco disfruto del tiempo suficiente como para invertirlo en poder crear como es debido. No es que mi vida sea un continuo ajetreo, pero ya me inmiscuyo en demasiadas actividades extraescolares por cuenta propia.
—¿Y a qué clase de actividades está vinculado usted, señor Rodríguez?
—Supongo que es cuestión de tiempo que lo descubra usted mismo. Pero le repito que no se preocupe, seguramente terminen resultando también de su agrado.
—Parece tener todo perfectamente premeditado…
—Por supuesto. Nunca he sido partidario de dejar las cosas al azar, prefiero depositar toda la confianza en mis elecciones.
—Opino igual. Aunque es complicado cargar con los errores cuando es uno mismo quien los origina.
—Ahí discrepo de usted. La dificultad está en corregirlos, no basta con alcanzar la conformidad de saber llevarlos. El error nunca se encontrará en el hecho de equivocarse, ya que nuestra imperfecta mentalidad, la cual carece del objetivismo necesario para ejercer un análisis idóneo en cualquier situación, inevitablemente nos acabará conduciendo a ello. Por eso el mayor error será siempre el rechazo de la equivocación. Usted ya tiene asumido sus fallos, de eso no me cabe duda, pero no se atreve a enfrentarlos. Le resulta más sencillo esconderse y culparse en silencio, incluso cuando la falta no está ligada a sus acciones, me atrevería a decir —se encendió un cigarrillo y me ofreció otro, el cual rechace con un leve contoneo de cabeza. Prendió el encendedor, dio una larga inspiración y prosiguió tras expulsar el humo—. Mi padre, cuando era un crío, tenía el hábito de recordarme que antes de flotar hay que saber afrontar el sumergirse, y no puedo estar más de acuerdo con esta cita.
—Ya sabemos de quién ha sacado usted este don para la oratoria.
—Por muy gratificantes que sean sus cumplidos, no cuenta con mi apoyo si pretende evadir el tema con tanta facilidad. Discúlpeme, aunque espero que lo comprenda —hizo una pequeño inciso para darme a entender que solamente pretendía ayudarme. La incomodidad y las dudas se volatilizaron por completo y un nimio brote de esperanza pugnaba por florecer en mi desierto personal. Un oasis de viejas lagunas comenzó a encharcar mis párpados—. Entonces, y remontándome al origen de nuestra conversación, dígame: ¿Qué le ha traído hasta aquí?
Nos detuvimos en el aparcamiento más cercano para centrar todos sus sentidos en mi pequeño relato y ofrecerme pañuelos cada vez que terminaba de moquear el anterior. La consecuente conversación, a exentas de dramatizar más sobre los acontecimientos que se cernían sobre mí, trajo consigo el ocaso de mis infortunios. Aquel milagro profetizado por el joven ingeniero tan sólo me impuso tres condiciones al ofrecerme su ayuda.
—La primera, y confiando ciegamente en que usted la cumpla, es que nadie debe saber nada sobre esta clase de actividades que me traigo entre manos. Si se descubriesen, todo se echaría a perder. Me resultaría imposible juzgar las verdaderas necesidades de alguien.
—Dicho así suena a jugar a ser Dios…
—En absoluto —dejó escapar una estrepitosa carcajada—, sólo pretendo hacer algo de justicia. Dios aún no nos ha perdonado desde que crucificamos a su hijo.
—Entonces le dedicaré a usted un padre nuestro antes de rendirle culto a la almohada esta noche. Y sobre su petición, puede darla por cumplida. Aunque espero que me conceda una única excepción…
—Por supuesto, lo daba por hecho. Pero también quiero que se comprometa a no compensarme de ninguna forma. Mi intención no es dejar ningún tipo de cuenta pendiente. Lo único que deseo antes de morir es ver como aquellos que lucharon por seguir adelante alguna vez, todavía siguen trasmitiendo esa fuerza como legado.
—Es usted admirable, señor Rodríguez. Me encantaría que nos reencontrásemos nuevamente, aunque sólo fuese para charlar.
—Cuando usted quiera, ya sabe dónde encontrarme… Para algo soy el propietario del Malandar.
—¿En serio? —mi cara de expectación fue continuada por unas risas por parte de ambos—. Ahora todo empieza a tener sentido. ¿Y cuál es su última petición?
—Que disfrute dándole el máximo provecho a esta oportunidad, amigo.
La conversación acabó derivando en temas de menor trascendencia para ambos. Al fin volvía a sentirme libre tras varios meses cargando solo con aquella situación. Todo lo acontecido aquella noche me llevo a perder la noción del tiempo, incluso mi percepción de la realidad se vio deteriorada hasta varios meses después, cuando pude corroborar la verosimilitud de los hechos al ver cumplida aquella promesa.
Arrancó su vehículo, pero no en dirección al Malandar. Ya sabía que no existía mejor refugio para una noche sin luna que el hogar, donde me deparaban las mejores vistas al silencio que jamás he llegado a apreciar. El cartel de “Se vende” me dio la bienvenida por última ocasión, pues ya no sería necesario mantenerlo allí. En el buzón sólo encontré propaganda y algunas noticias irrelevantes. La imagen del señor Rodríguez coronaba una de ellas. Parecía ser el hombre del momento gracias a unos negocios internacionales que lo habían catapultado del anonimato. Supongo que por eso su nombre me resultaba tan familiar. Todo seguía tal y como lo dejé, ordenado y frío, pero sin aquel factor antrópico embriagando su atmósfera. Mi desvencijado corazón volvía a latir por inercia aunque sin el mismo entusiasmo de antaño. Sus pálpitos, inherentes a su naturaleza, viraban entre el consuelo y la desdicha, como una ecuación con dos incógnitas que no me atrevía a resolver. Aún se apreciaba su aflicción e incredulidad, aunque no era de extrañar, pues detrás de cualquier diluvio siempre acababan prevaleciendo algunos charcos… Pero ya todo parecía retomar su aparente normalidad, y sólo gracias a usted.

Epílogo.

            La narración del relato concluyó y sólo quedaron audibles los caprichosos centelleos de la lumbre frente a la que se encontraban nuestros tres protagonistas. La casa volvía a respirar tras medio año enfrascada en aquel vacío emocional. En el sillón central, presidiendo aquel encuentro, el señor Barrero había desvelado por fin la identidad del individuo acomodado a su izquierda. Su esposa Celia agradeció afectuosamente la generosidad de aquel invitado que había financiado el enorme coste de su tratamiento. Volvía a recobrar aquella sonrisa caracterizada, como siempre, por sus marcados hoyuelos. Había perdido mucho peso durante aquellos meses, pero no parecía importarle pues aquella macabra pesadilla parecía llegar a su final. El señor Rodríguez se despidió con la certeza de volver a reencontrarse cuando aquella pareja resurgiese de las cenizas que habían quedado tras aquel insufrible vendaval.            

Comentarios

  1. A veces cometemos el fallo de sobrexplicar las cosas para asegurarnos de que se entienda todo lo que queremos decir, pero el lector es más inteligente de lo que pensamos. Bajo mi punto de vista, hay alguna información que no es necesaria y que puede hacer un poco pesada la lectura en algunos puntos. No obstante, hilas muy bien y es fácil volver atrás en el texto para notar mejor los pequeños detalles.

    En cuanto al señor Rodríguez, entiendo que aun teniendo una gran cantidad de dinero mantenía el hostal en aquellas condiciones para descubrir allí a la gente que realmente necesitaba ayuda (como aquel joven ingeniero industrial), pero me falta descubrir cuáles eran sus intenciones ocultas. En fin, ¿simple caridad? I don’t think so… O al menos eso quiero imaginarme jajaja.

    P.D.: la metáfora de Henry Ford me mató.

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    1. En primer lugar, muchísimas gracias por dedicar algo de tu tiempo en leer el relato y, encima, darme tu opinión. Es algo que siempre he valorado mucho :)
      Mi forma de escribir, al menos en esta ocasión, se basaba principalmente en excederme un poco a la hora de describir y divagar con mi personaje con el fin de crear su personalidad indirectamente.. Aunque creo que en ciertas cosas sí me he podido enrollar demasiado al explicarlas. Como excusa sólo puedo decir que hay otros datos que intento que pasen desapercibidos aún siendo bastante relevantes para la trama. Supongo que pensé que así podría distraer un poco al lector sobre qué es importante y qué no, pero ciertamente eso mismo puede llegar a resultar pesado en exceso.
      Y el señor Rodríguez en mi historia más que un personaje es una especie de cúspide moral. Alguien que lo tiene todo y sólo le llena compartir lo que tiene con quienes ve que lo necesitan realmente, sin intenciones ocultas ni nada. Me habría gustado profundizar más en él porque creo que se le podía haber sacado mucho más partido, pero la verdad es que este relato lo escribí para un certamen de narraciones breves que hay en mi pueblo y no me daba tiempo a desarrollarlo más sin pasarme del número máximo de páginas que me pedían. Quizá quitando algunas partes sobrexplicadas sí podría pulir un poco más este aspecto.
      Y, de nuevo, muchas gracias por el comentario. En cuanto pueda intentaré cambiar algunas cositas para mejorar el resultado <3

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