El milagro.

Bajo el amparo de la noche, la ciudad enmudecía frente al sombrío reflejo de sí misma. Sus calles fractálicas, habitadas en aquellas horas casi únicamente por gatos pardos e idénticos —guiados despreocupadamente por sus instintos felinos—, se deformaban conforme iban distanciándose de su corazón, como un poema escrito por el hambre de reconocimiento.
Si tan sólo pudiera comunicarse.. Si tuviese la capacidad de sincerarse con cada uno de sus habitantes, no hesitaría ni un instante en exponer el desprecio y la hipocresía que transitan por ella, la vergüenza e impotencia que corroen internamente sus cloacas; esas ansias por deshacer su existencia y renacer convertida en montaña. Seguramente hubiera podido conformarse con ser bosque como ya en su día fue, pero por el hecho de haber sido reconoce también la imposibilidad de dirigir con total exactitud su destino, eximiendo cada milímetro de su cuerpo de perecer por la influencia del mundo. Ni siquiera la decisión de su final le pertenecía. Por ello, ser montaña le resulta la alternativa más tentadora, porque estaría en unidad consigo misma y, en caso de sentirse amenazada, dispondría de los medios necesarios para defenderse de cualquier depredador colonizante y egoísta. Ningún ser osaría abalanzarse sobre ella sin arriesgarse a ser abalanzado, y aunque aquella idea se le presentase utópica, al menos tranquilizaba su espíritu y purificaba su sed de justicia. Sin palabras, ningún acto que pudiese ejercer contra aquellos inquilinos febriles y decrépitos podría depurar sus cerebros, sino al contrario, sólo conseguiría infectar a quienes lograron alcanzar una aparente inmunidad, a aquellos que se sobrepusieron al perpetuo clamor de la indiferencia para transformarlo en cuidado y paz.
Fue entonces cuando un incidente perturbó sus anhelos. En la calle Misericordia, situada al sureste más periférico de la ciudad y que conducía directamente hacia la carretera, un camión cisterna cargado de queroseno que entraba en la ciudad acababa de volcar por un trágico descuido del conductor. El líquido, antes siquiera de encharcar el asfalto, se filtró a través de las grietas producidas por la colisión para entrar en contacto con las chispas ocasionadas por el rozamiento, estallando atrozmente en todas direcciones como si fuera el cohete utilizado para ponerle fin a algún festejo local, salvo que en esta ocasión nadie se atrevería a aplaudir lo ocurrido. Una parte de las llamas cayeron junto a la carretera donde la explanada de hierba resecada por el calor prendió al instante, extendiéndose en el sentido indicado por el viento, hacia el noroeste, a escasos metros de la gasolinera del distrito sur. Aunque algún vecino hubiese alertado sin mayor demora a los bomberos, éstos tardarían al menos doce minutos en prepararse y llegar desde la estación hasta la zona incendiada. El viento pareció comprenderlo y se levantó con más fuerza, dispuesto a no desaprovechar su oportunidad. La ciudad también adivinó sus intenciones y se limitó a observar impasible. Total, ¿qué sería aquel fuego de artificio en uno de sus pies calzados tras haber sobrevivido a toda una devastación?
La ciudad esperó y esperó, y mientras esperaba, recordó, al igual que el sol recuerda por dónde ha de salir cada día. Y el recuerdo siempre llega abrazado a cierta nostalgia que incide en el presente, en la responsabilidad del acto, aún cuando es consecuencia de un agente externo. Y sólo cuando rechazamos dicha responsabilidad, invitamos a que la nostalgia se convierta en tormento, en un recuerdo angustiante y grávido que se ceñirá a nuestra conciencia incluso por encima de nuestra voluntad. La ciudad lo sabía, pero fue sólo a través del recuerdo cuando logró despertar de aquel silencio enmudecido por la noche. Se estremeció durante unos segundos, sintiendo con más fuerza que nunca el peso de la civilización anclado a sus hombros y, pese a expresarse en su idioma natal, el cual sólo puede comprender la naturaleza en su más pura inocencia, gritó con la rabia de mil volcanes.
Nadie en la ciudad pudo atribuirle jamás un significado a aquel suceso, ni siquiera trataron de buscarle una interpretación, pues ésta escapaba quedaba fuera de los propios límites del intelecto. Únicamente pudieron corroborar el rayo que desembocó a las afueras de la ciudad y, junto a él, la milagrosa lluvia en pleno mes de agosto.

Comentarios

  1. Muy bonito texto. No se por qué pero al principio pensé que sería algo bonito y no devastador como acba siendo. ¿Qué es el milagro de la lluvia en agosto comparado con las ansias del viento por arrasarlo todo?
    Espero leer más pronto

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