La melodía de los recuerdos.
De nuevo en diciembre, esperando
que el ciclo vuelva a repetirse, que todo vuelva a ser como antes… Pero nada
será como siempre y esa es la única certeza que existía en la mente de Ángel. “Si no llegamos a entendernos por nosotros
mismos, jamás encontraremos a alguien que pueda hacerlo”, pensaba él
mientras se buscaba a si mismo solo en su casa, sentado en su viejo sillón
negro ya muy deteriorado por los años, mirando desde su habitación esa inmensa
oscuridad, esa nada que entraba por su ventana filtrándose en sus pupilas ya
acostumbradas a la penumbra. Esa noche, sus padres se fueron nuevamente junto a
su hermana Paula a visitar a su abuela, quien había ingresado recientemente en
el hospital por motivos que para Ángel aún eran desconocidos. Él se había
negado a ir esta vez a visitarla con la excusa de que estaba muy cansado ya que
la noche anterior apenas pudo conciliar el sueño, pero realmente no tenía
ninguna excusa para no acompañarles al hospital. Él sólo se veía incapaz de ver
nuevamente a su abuela en esas condiciones. Ella había sido uno de sus mayores
pilares a la hora de crecer y madurar como persona, sólo ella conseguía delatar
sus expresiones corporales cuando existía el más mínimo indicio de que algo no
iba del todo bien por la mente de Ángel, sólo ella era capaz de sacarle la
sonrisa más sincera que podía existir cuando su mundo se derribaba ante sus
ojos y sólo ella había estado ahí cuando todos los demás le daban la espalda.
Por eso, él ahora no podía asumir que una de las personas más importantes que
había tenido nunca, estuviese dando tumbos por una cuerda floja situada justo
encima de un agujero negro.
Mientras miles de pensamientos
inundaban la mente de Ángel, él seguía observando detenidamente la capa de nubes
que escondían el cielo, como si quisiese perderse entre ellas o como si
esperase que alguien más fuese a visitarlas pronto. “Incluso él sabe que hoy estamos de luto, al menos esta vez recuperarías
la estrella que te falta”, le decía al cielo en silencio mientras empezaba
a odiarlo por estar fuera de su alcance. Pensó irónicamente que hoy las
estrellas brillaban por su ausencia, mientras maldecía al tiempo que le robaba
las pilas de su reloj con ese agónico tic-tac que le revelaba lo que, según él,
era el sentido de la vida. Estaba descubriendo que realmente nunca había
llegado a aprovechar todo el tiempo que había tenido, y que en este mismo
instante miles de personas darían lo que fuera por poder recuperar ese tiempo perdido en meras banalidades asociadas
a las modas y a los estereotipos dictados por la sociedad. Comprendió que sólo
uno mismo puede llegar a saber lo que realmente se quiere, y que dejarse
influenciar por el resto sin preguntarnos a nosotros primero sólo conlleva a
malgastar un tiempo que nunca nos ha pertenecido.
Se acomodó en su asiento y cogió
algo de la pequeña mesa de roble que se encontraba justo en frente de su
sillón. Era una antiquísima caja de música que le regaló su abuela poco después
de que su abuelo falleciese en el frío diciembre de hace dos años. Por fuera,
era una caja de madera pintada de rojo y negro con dibujos orientales por los
lados, mientras que en la tapadera se encontraban grabados los tres monos místicos, Mizaru,
Kikazaru e Iwazaru, quienes solían ser los protagonistas de las historias que
se inventaba su abuela cuando Ángel se iba a la cama y le pedía que le contase
un cuento antes de dormir. Hacía ya muchísimos años de todo eso, ya casi ni se
acordaba de cuándo fue la última vez que ella le contó uno, pero no porque ella
no quisiera, sino porque él había dejado de pedírselos. Él suponía que eran las
consecuencias de crecer, aunque interiormente sabía que la realidad y la
ficción no eran tan incompatibles como intentaba creer. Por dentro de la caja
había una bailarina de porcelana que giraba cuando se abría la caja. Tenía una
sonrisa dibujada en su cara demasiado sincera para no tener vida propia. Él
siempre pensó que representaba la felicidad de poder disfrutar de lo que uno
quiere con todas sus fuerzas, como lo es bailar para ella. Siempre estaba
sonriendo y eso le animaba a Ángel a luchar por sus sueños al igual que la
bailarina.
Probablemente esa
cajita de música era su objeto más preciado, ya que era todo lo que le quedaba
de su abuelo, la melodía de los recuerdos estaba contenida en aquel cofre del
tesoro, pero sobre todo, ahora es cuando más había empezado a valorarla, ya que
la esencia de ese sonido que viajaba por sus oídos también impregnaba su
memoria de millones y millones de recuerdos de su abuela, coloreando eterno ese
momento bajo la tenue luz de unos sentimientos que perpetuaban la noche. Esa
vieja reliquia representaba todo lo que realmente le importaba y no pudo
contener las más sinceras lágrimas que habían derramado nunca sus ojos. Pero tan
solo unos segundos después, el sonido de su teléfono rompió aquel instante de
desahogo sentimental y Ángel se levantó casi sin fuerzas de su asiento,
empezando a deambular a oscuras por su propia habitación, aún con la caja de
música en la mano, guiado únicamente por la luz de su móvil como causa de la
llamada entrante y por la tenue luz que dejaban las estrellas en su ventana.
Cogió el teléfono y miró de quién era la llamada; era su madre. No quiso
contestar por miedo a lo que le dijese ni quiso creer que su abuela ya no
estuviese entre ellos, o mejor dicho; no quiso saberlo, así que esperó a que el
móvil dejase de sonar mientras imaginaba lo peor pero el peso de la llamada le
quemaba por dentro la conciencia. Cuando la luz del móvil volvió a apagarse, se
quedó nuevamente en mitad del silencio sepulcral que le había acompañado
durante toda la noche pero no duró mucho ya que la melodía de su móvil lo
rompió por segunda vez. Ángel no podía contestar, no tenía fuerzas, pero ya no
pudo evitar responder a la llamada por mucho que se hubiese intentado
concienciar de que no era buena idea. Sostuvo el teléfono en la mano unos
segundos mientras observaba la tecla para colgar… Pero no pudo. Suspiró y pulsó
la pantalla para contestar a la llamada. La mano le temblaba como si estuviese
haciendo algo que no debería. Se llevó el móvil a la oreja derecha y escuchó lo
que le dijo su madre.
La conversación fue breve, de
apenas tres minutos. La madre le contó con la voz rota que la abuela había
empeorado mucho y que los médicos habían
confirmado que no conseguiría sobrevivir a esa noche. Tras escuchar eso, él se
derrumbó y empezó a llorar desconsoladamente mientras que su madre guardaba
silencio al otro lado del teléfono. Justo antes de finalizar la llamada, ella
le pidió a Ángel que viniese a verla, que no le negase el poder compartir sus
últimos momentos rodeada de su familia, y mucho menos sin él. Eso fue lo último
que escuchó Ángel, no quiso saber nada más porque sabía que no le iba a servir
de nada y colgó directamente, dejando el móvil en el mismo lugar del que lo
cogió. Se sentó de nuevo en el sillón e intentó secar las lágrimas que aún no
habían dejado de ahogarle los ojos.
Estuvo allí sin moverse un buen
rato, con la vista perdida en una pared que casi no conseguía ver por culpa de
la oscuridad intentando olvidarse de todo cuanto le había contado su madre, de
todo lo que había pasado en estos últimos meses y de todo lo que le atormentaba
en general. Él no quería ir al hospital, no quería volver a ver así a su
abuela, pero sabía que si no la veía ahora no lo podría volver a ver nunca más
y eso sí que no se lo perdonaría. “Madurar
es quitarle la coraza al corazón”, se dijo así mismo como intentando
consolarse por todo lo que estaba viviendo y tras esto, se dispuso a cambiarse
para salir cuanto antes, no tenía tiempo que perder.
Tardó un par de minutos en quitarse
el pijama y en ponerse lo primero que vio, luego cogió una pequeña bolsa para
llevar la caja de música con él al hospital ya que quería que su abuela escuchase
otra vez la canción que ella le regaló años atrás y que se había convertido en
su melodía favorita en muy poco tiempo. Cogió también las llaves de casa y
salió corriendo escaleras abajo hasta llegar a la puerta principal, la abrió, y
tras cerrarla, comenzó a correr como nunca antes lo había hecho. No creía que
pudiese aguantar mucho corriendo ya que no estaba acostumbrado, pero el
hospital tampoco estaba muy lejos de su casa. Calculó aproximadamente que a ese
ritmo tardaría unos diez o quince minutos en llegar, así que no se paró ni un
solo segundo a descansar y se dejó las piernas, los pulmones y todo su cuerpo
en el esfuerzo.
No había casi nadie por la calle a
esas horas, tan solo un par de coches que pasaban por su lado ignorando su
presencia. Serían ya las tres de la madrugada y sólo la luz de las farolas le
indicaban el camino que debía seguir. Ésta era la primera vez que se dirigía
solo al hospital, aunque nunca se había planteado que llegaría el momento en el
que tendría que hacerlo.
Cuando ya empezó a ver a lo lejos
el hospital, sus fuerzas empezaron a aumentar inconscientemente. Ahora sí que
no podía parar de correr ni aunque quisiera, lo hacía por inercia como si Ángel
fuera un polo negativo y su abuela fuese el positivo y eso le empujase a llegar
lo antes posible allí. Siguió corriendo sin parar, el sudor rodeaba toda su
frente y aún tenía los ojos un poco irritados por las lágrimas. Nada más llegar,
se quitó la sudadera y se limpió la frente con ella, luego entró en el hospital
buscando a alguien para preguntarle por cuál era la habitación de su abuela,
necesitaba verla cuanto antes y no podía pensar en nada más ahora. Allí
preguntó en la recepción dónde estaba la habitación y la recepcionista le
indicó detalladamente cómo podía llegar hasta ella. Estaba en la tercera planta
y Ángel se dirigió al ascensor para perder el menos tiempo posible aunque
realmente, la espera mientras subía se le hizo eterna. Los pasillos se
convirtieron en laberintos para él, el hospital era más grande de lo que imaginaba,
pero siguió las instrucciones que le dio la recepcionista y no tardó mucho en
encontrar la habitación. Allí estaban sus padres pero no su hermana. Según le
dijeron, se había ido a comer algo ya que llevaba toda la noche allí sin probar
bocado.
Se encontraba tumbada en la cama
con los ojos cerrados, su cara sin fuerzas delataba como lo estaba pasando. Él
se acercó a la cama y se quedó solo junto con ella en la habitación mientras
que sus padres le esperaron fuera para darle más intimidad. La abuela estaba
conectada a varios cables, uno de ellos era un ventilador médico para mover
aire de sus pulmones, ya que ella era incapaz en su estado de hacerlo por si
misma. Todo esto era demasiado duro para Ángel, había llegado el momento que
tanto había intentado evitar, que tanto había empezado a odiar desde varios
días atrás, pero que irremediablemente tuvo que llegar.
“Aún no estoy preparado, nadie de nosotros estamos preparados… No te
mereces esto, abuela”, pensó mientras se sentaba en una silla blanca que se
encontraba justo al lado de la cama. Espero unos segundos mientras observaba
cada mínimo detalle del rostro de su abuela, como si fuese a ser la última vez
que la vería y quisiera grabar a fuego esa imagen en sus retinas para no
olvidarla nunca. Tan sólo los pitidos del monitor cardiaco rompían el silencio
de la habitación, comprendió que era la hora de despedirse definitivamente de
ella.
-Abuela, siento no haber podido
llegar antes, no era capaz de verte así pero tampoco he sido capaz de dejarte
sin despedirme. Sólo tú has podido sacar lo mejor de mí y si hoy soy alguien es
porque esta planta ha recibido los mejores rayos de luz que han iluminado el
mundo, los tuyos. Esta noche soñé que venía a verte, tal y como estoy haciendo
ahora mismo, y que tú escapabas volando por la ventana como si fueras un ángel;
mi ángel de la guarda, y tu tiempo en la Tierra hubiese llegado a su fin… Por
primera vez agradecí a mi teléfono que me despertase de esa pesadilla porque no
es un sueño si te vas de mi lado para siempre. Espero que me haya comportado
contigo como te has merecido siempre y que no haya sido ese factor entrópico
que provoca el caos allá donde va. Sueña que todo esto es un sueño y que
realmente no existimos, que allá donde vayas mi cuerpo no podrá acompañarte,
pero un trozo de mí siempre estará contigo. Déjame soñar que vas a seguir
siempre aquí, conmigo. Mi mundo deja de girar si se va su centro de gravedad. Déjame
soñar que la vida es sueño, que me cuentas nuevamente otro cuento antes de que
me duerma y que nunca dejará de sonar nuestra melodía en la caja de música que
me diste. No dejes que se hagan ruinas mis castillos en el aire por culpa del
tiempo que es el viento más fuerte… Puedes llamarlo sueño o llamarlo como
quieras, abuela, pero si realmente lo es, por favor, no dejes que me despierte.
Tras esto se calló un instante
pensando en que más decir, no sabía cómo todas esas frases estaban saliendo
solas de su boca casi sin pensarlas y no podía controlar que, de vez en cuando,
una lágrima se deslizase por su mejilla involuntariamente. No tenía nada
preparado para decirle pero, sin embargo, aún le quedaba mucho por contarle y
no quiso que lo último que escuchase antes de soñar para siempre fuera el
monitor cardiaco, cuyos pitidos cada vez eran más débiles como señal de que la
estaba perdiendo, así que volvió a inclinarse un poco para hablarle y continuó diciendo:
-¿Recuerdas la historia que me
contaste de Mizaru, el mono que no veía? Si no recuerdo mal, me dijiste que
cada noche, Mizaru se subía solo a lo más alto de un árbol y ponía su mirada en
el cielo aunque no lo viese. Había oído hablar de un ser llamado Luna que
presidía el cielo cuando la oscuridad inundaba todo el mundo. Él siempre soñó
con encontrar su Luna, como buscando la más mínima luz entre unas sombras que
le ahogaban como si fuera una tortura que llevaba sufriendo desde que nació. Él
sólo se sentaba allí en el árbol y empezaba a hablarle y contarle todo lo que
le pasaba cada día, su rutina. Él no sabía que el ciclo lunar iba por fases y
que a veces la Luna no estaba visible para escucharle, pero aun así, él seguía
yendo cada noche al árbol. Se había enamorado de la luna sin verla ni
escucharla, pero sentía que sólo cuando estaba hablando con ella todo volvía a
la normalidad, todo el caos y la maldad del universo se evadían de su lado y la
soledad se escapaba de aquel lugar como agua entre sus manos. Quizá nunca
llegase a recibir una respuesta de ella pero él murió encontrando a alguien con
quien compartir toda su vida y a quien contarle cualquier cosa, sabiendo que
nunca le abandonaría antes de que lo hiciese él. Hoy he entendido que tú eres
mi Luna, abuela. Siempre has estado ahí para escucharme cuando lo he
necesitado, y siempre vas a estar aquí, en la caja de música, cuando lo vuelva
a necesitar, pues aunque no puedas responderme ni pueda verte, nunca dejarás de
escucharme estés donde estés. Ojalá todo sea de nuevo como antes pero nada
volverá a ser como siempre…
Después de esto, Ángel cogió la
caja de música y la abrió, dejando que la melodía de ésta anegase la habitación
mientras la bailarina comenzaba a dar vueltas en círculos. Esto sería lo último
que escuchase su abuela antes de sucumbir definitivamente al sueño, pero justo
antes de hacerlo, Ángel pudo ver como su cara dibujaba una pequeña sonrisa en
su rostro que, hasta ahora, no había cambiado nada en todo el tiempo que él
llevaba allí. Además vio como algo brillante salía lentamente de su ojo, era
una lágrima. Otra lágrima cayó sobre la mejilla de Ángel, que no pudo contenerse
al ver llorar y sonreír a la vez a su abuela. Los pitidos del monitor cardiaco
empezaron a bajar de golpe, estaba a punto de morir, pero la melodía de la caja
de música le impedía escuchar los pitidos de aquel aparato, que según pensó
Ángel, era lo mejor. Tan solo unos segundos después la maquina dejó de pitar y Ángel
comenzó a llorar bajo la sonrisa de la bailarina que seguía dando vueltas
dentro de la caja. Al escuchar el llanto del joven, sus padres entraron en la
habitación junto con su hermana. No hacía falta que nadie les explicase qué
había pasado, se lo podían imaginar por si mismos tan solo mirando a su hijo y
al monitor cardíaco con una línea verde horizontal dibujada en la pantalla.
-Lo siento muchísimo hijo - dijo su
padre consciente de lo que significaba la pérdida de su abuela para Ángel.
Él no quiso hablar durante el resto
de noche, estuvieron esperando durante varios minutos hasta que el médico les
confirmase el fallecimiento de su abuela y poco después se fueron todos a casa.
Las calles le parecían mucho más frías ahora, pero el cielo era más brillante,
ya no había nubes. Quizás fuese por sus ojos que al recibir la luz de las
farolas refractándose en sus lágrimas creaban ese brillo, pero él prefería
imaginar que era porque su ella ya había llegado allí y por eso ahora el cielo
estaba contento de haber recuperado la estrella que, según Ángel, le faltaba.
Esa noche, antes de dormirse, miró al cielo y se fijó en la luna mientras
escuchaba una y otra vez la misma melodía, la de la caja de música de su
abuela, no quería llorar más, sabía que por mucho que llorase no volvería a
recuperarla, pero empezó a hablarle a la luna diariamente desde esa noche, como
si fuese aquel mono de la historia que le contó su abuela. Sabía que ella
estaba observándole desde allí y no dejaría de escucharle cada vez que él la quisiera hablar. Todo termina en diciembre como ya sabía Ángel, pero desde
entonces la luna ya no le mira como antes, y eso que su cara sigue siendo la de
siempre.
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