El árbol solitario.
Primera parte: El árbol solitario.
“Nunca me gustaron las
presentaciones, sobre todo si lo que pretendo es contar un fragmento de mi
vida. Las personas que verdaderamente han intentado conocerme lo han logrado.
Ellas no necesitan que les diga mi nombre, mi color de ojos o la talla de mis
zapatos para saber cómo soy ni qué es lo que pienso. Bueno, digo que lo han
logrado relativamente, tampoco soy una persona fácil de tratar… Supongo que tan
solo con esto te darás cuenta. Para el resto que no ha querido o no ha podido
relacionarse nunca conmigo, digamos simplemente que tengo diecisiete años y,
aunque odie reconocerlo, en unas horas cumpliré los dieciocho. Varios años
atrás siempre imaginé este momento como el día anterior al ceremonioso y
multitudinario festejo en honor a mi decimoctavo cumpleaños, pero esos pájaros
emigraron de mi cabeza hace tiempo y ya poco, o más bien nada, queda de ese
crío de diez años que soñaba más despierto que dormido. La realidad nos acaba
tragando a todos, aunque a algunos antes de tiempo.
Si he de decir la verdad, nunca me
ha gustado hablar de mí. Os lo aclaro antes de empezar para que no vayáis a
creer que escribo esto por amor al arte. Claro que no. Simplemente lo hago
porque la señorita Perkins, nuestra querida profesora de lengua, me ha puesto
al filo del suspenso y tengo que leer esta redacción en clase si no quiero ir de
cabeza a septiembre. Aunque no toda la culpa es suya, sólo parcialmente.
Algunos pensaréis que no llevo la razón aquí y que debería asumir mis errores, pero
seguro que el cariño que os tiene no es equiparable al que guarda a mi persona.
Bueno, como tampoco quiero suspender antes de tiempo, creo que ha llegado el
momento de comenzar con lo que es realmente importante en el relato.
Dentro de unas horas ya seré mayor
de edad. Supongo que la mayoría de vosotros asumirá este hecho como algo
positivo o incluso podría llegaros a resultar indiferente, pero a mí no. Odio que pase el tiempo. Nunca he
sabido adaptarme a su curso sabiendo que acabará arrasando todo tras su paso. De
pequeño siempre lo ignoraba y desperdiciaba como supongo que hacíamos todos.
Pensaba que crecer era algo demasiado lejano y que siempre sería un crío
corriendo detrás de un balón con sus amigos o jugando a las canicas en
cualquier parque. Supongo que los recuerdos acaban siendo el único alimento que
nos queda a los soñadores.
Como imagino que la mayoría
sabréis, tengo una hermana de diez años llamada Sofía. Este tipo de cosas son
las superficiales que conoce todo el mundo y que prefiero evitar, pero no puedo
contar nada sobre mí si no menciono antes a ella. Es imposible. Mi hermana
siempre ha sido para mí lo único que realmente me ha unido a este mundo. Cuando
yo tenía trece años… Bueno, el día que los cumplí mejor dicho, ella me hizo un
regalo que jamás podré olvidar. Me regaló un dibujo de nosotros dos junto a
nuestra madre, que todavía conservo, en aquel parque al que siempre solíamos
ir. Ese pequeño parque que se encontraba a tres manzanas de nuestra casa. Pude
distinguirlo porque en el dibujo había muchos árboles y, entre ellos, había uno
muy especial. Nuestro árbol. Sé que era ese porque estaba separado del resto y
siempre estaba rodeado de las flores más distinguidas del parque, con unos
colores azules y amarillos tan llamativos
que no podrían pasar desapercibidos para nadie, pese a la simpleza de éstas.
Aún desconozco sus nombres, pero si alguien me preguntará cuál es mi flor
favorita, empezaría a describirlas sin dudarlo con todo lujo de detalles. Nadie
le daría importancia a cómo se designasen. Realmente, si lo pensáis, les
estaría ofreciendo una imagen de ellas que posiblemente no tendrían si sólo las
representara con una simple palabra como amapola o tulipán. Nunca he llegado a
entender por qué siempre les damos tanta importancia. Sólo crean una imagen
ordinaria y trivial de algo que no lo es, o sólo lo es parcialmente. ¿Por qué
un conjunto de flores que se diferencie del resto deben llevar un mismo nombre
que las distinga? ¿Acaso no merecen un nombre para cada una que, como a
nosotros, nos diste del resto? Si no supierais mi nombre, ¿qué nombre creéis
que me definiría mejor según vuestra experiencia como nominadores? Para mí, los
nombres sólo son conceptos inexactos creados para facilitar nuestras vidas,
pero éstas seguirán sin ser fáciles por muchos que sepamos. Generalizar es un
don innato que tenemos y es algo que detesto.
Bueno, pues el dibujo de Sofía tenía
todos esos detalles, pero no fueron estos los que, a simple vista, hicieron que
me fijase en el árbol. Claro que no. Cualquiera que viese ese dibujo habría
distinguido antes ese viejo columpio de madera que cuelga de él. Para todos, no
sería más que una gran tabla con dos cuerdas sujetas a las ramas de aquel árbol
solitario alterando la monotonía del paisaje… Pero para nosotros significaba
mucho más que eso. Era la imagen presente de nuestro padre oculta en forma de
recuerdos. No hacía mucho tiempo que nos había dejado, pero el relato no
pretendo enfocarlo en él. Tampoco sé si podría hacerlo. Supongo que sabréis
atar los cabos sueltos y deducir por qué le teníamos tanto aprecio a ese
columpio.
El día que mi madre volvió a
rescatarlo del desván, después de estar escondido durante casi seis meses, fue
aquel día del dibujo. Era el cumpleaños de Sofía, dos meses antes que el mío, y
cuando nos despertamos lo vimos en el jardín, saludándonos inerte con cierta
añoranza. Hasta entonces no habíamos vuelto a sacarlo; perdía el sentido
hacerlo si quien nos columpiaba ahora no podría ni observarnos. Por eso nos
extrañó tanto verlo allí, envuelto en el polvo que había sido su única compañía
durante medio año. Cuando, sorprendidos, le preguntamos a nuestra madre la
razón de aquello, ella nos dijo:
-¿Os apetece ir al parque, chicos?
Lo dijo con esa pequeña sonrisa que
tiene siempre que está feliz. Me encanta su manera de sonreír porque cuando lo
hace, aunque sea tímidamente, puede transmitirte todo lo que siente sin que te
des ni cuenta. Casi nunca dibuja esa mueca cuando realmente no es sincera y si
rara vez lo hace, sabes que no es mentira. Por eso supimos que esa sí que era
cierta y accedimos entusiasmados a ir.
Durante toda la mañana esperamos
con ansias a que llegara la tarde. Era domingo y mi madre no trabajaba, por eso
pudo entretenerse con nosotros un rato y así regalarle a Sofía el día que se
merecía. Con cinco años ya decía que era toda una mujer y que pronto
conseguiría su acreditación como tal en forma de banda, que daba su escuela
infantil cuando los críos pasaban a formar parte del colegio propiamente dicho.
Algunos de la clase recordaréis esa tira roja con letras doradas que recorría
trasversal nuestro cuerpo y recitaba: ‘Ya soy mayor’. Esa es exactamente a la
que me refiero. A todos nos hacía mucha ilusión el hecho de recibirla y ahora
no comprendo por qué. ¿Acaso los maestros de escuela no volverían a ser niños
si pudieran? No creo que haya necesidad alguna en inculcarles desde pequeños
que deben crecer y convertirse en la parte activa de nuestra sociedad. Crecer sin
ser conscientes es de los primeros regalos que nos roba la vida, no deberíamos
perderlo antes de tiempo… Es como si viviéramos parcialmente a oscuras, creciendo
sin saberlo mientras disfrutamos de todo lo que hay a nuestro alrededor.
Andamos por las sombras conociendo todo con los años y viendo que cada vez el
cielo es más claro por una parte. Caminamos inocentes hacia la luz sin saber
dónde puede llevarnos o que habrá tras ella. Mientras la perseguimos, ansiamos
alcanzarla. Nos la imaginamos con miles de formas contemplando como aumenta su
intensidad gradualmente conforme avanzamos. Disfrutamos del trayecto porque
todo es nuevo para nosotros; queremos descubrir algo que nos es desconocido
pero aún no ha llegado el momento y seguimos caminando. El horizonte empieza a
dibujar los primeros rayos de luz en el cielo y nuestro instinto nos empuja a
aumentar el paso para llegar a su génesis… Hasta que un día lo encontramos. Por
primera vez podemos apreciar esa enorme bola de fuego que ilumina inmutable
nuestro mundo. Pero aún no distinguimos su forma porque está escondida y nos
cuesta mirarla fijamente. Seguimos tras ella, comprobando que crece y se va
despegando del paisaje. Cuanto mayor se hace, menos podemos apreciarla porque
mayor es el daño que nos infringe. Un día nos damos cuenta de que los miles de
bocetos que teníamos previstos se reducen a uno cuando la fina superficie del
cuerpo ardiente que estaba unida al relieve se separa para alejarla totalmente
de nosotros. Entonces descubrimos que nuestro camino, el que hemos perseguido
durante años, termina con una impresionante luz puesta fuera de nuestro alcance
y que no podemos contemplar directamente… Al menos hemos llegado al final del
camino y descubierto lo que tanto anhelábamos. ¿Pero pensáis que es necesario
adelantarlo? ¿Descansar un día tras la sombra y despertar bajo esta luz? Yo no
querría que nadie me abriera los ojos sin poder emprender por mí mismo el
camino que yo eligiese.
Por supuesto, todo esto no lo pensé
ese día cuando tenía doce años. Entonces sólo empezaba a caer por un hoyo que
me llevaría precipitadamente a la otra parte del mundo, pero aún me quedaba
algo de tiempo para disfrutar. Poco después de almorzar, mi madre nos llevó al
parque. Fuimos andando, como siempre, ya que como dije estaba bastante cerca de
nuestra casa. El columpio no pesaba mucho y nos ofrecimos a llevarlo mi hermana
y yo. Nos costó convencer a nuestra madre pero cuando Sofía empezó a gimotear
un poco no tuvo más remedio que ceder. Mi hermanita siempre lograba todo
aquello que se proponía a esa edad, era increíble. Una vez llegados al parque,
colgamos el columpio en el árbol repleto de flores al que solíamos ir. La zona
donde se columpiaba sólo estaba rodeada por hierba, por lo cual no tenías que
preocuparte por estropear las hermosas plantas que envolvían el pie del árbol.
De verdad, todo era perfecto.
La tarde se perdió en el horizonte
imperceptible para nosotros, como un susurro lo haría en la ciudad en un una
noche de tormenta. Perdimos la noción del tiempo como pasa siempre que deja de
importarte. Cuando sabes emplearlo en algo más que en considerar que se nos
escapa de las manos sin que podamos recuperarlo. Así se alejó, entre carreras
por el parque y recuerdos casi tangibles, fugaz como una estrella que se
apresura para no cumplir deseos.
Mi hermana empezaba a conseguir
igualar la misma sonrisa que tiene mi madre. Aquella fue la primera vez que
descubrí este hecho y hoy en día puedo consolidarlo como cierto. Ojalá yo
también la hubiera heredado o incluso es posible que antes también la poseyera,
pero la verdad es que he perdido el gusto por sonreír. Ellas siempre están
felices porque es lo que sienten de verdad; una felicidad radiante y acogedora
que les invita a escribir en sus rostros todo un sentimiento escondido tras una
mueca. Supongo que mi sonrisa formaba parte del equipaje que se llevó mi niñez.
Lo que pasó a continuación no tiene
mucha trascendencia con lo que pretendo reflejar en esta historia, así que
guardaré para mí la vuelta a casa, la caída de Sofía con el columpio mientras
lo llevábamos por la calle, que no logró borrarle la sonrisa, y la euforia que
desprendimos los dos durante esa noche y los días siguientes.
Un día, mientras volvía del
instituto, decidí dar un rodeo y pasarme por el parque mientras canturreaba
cualquier canción que estuviera de moda por aquella época. Había pasado más de
una semana ya desde que fuimos allí para el cumpleaños de Sofía y cuando llegué,
el árbol había desaparecido. No sólo aquel, sino que varios más habían sido
talados por orden del ayuntamiento para instalar una fuente y otros columpios
con el fin hacer más atractivo el parque. Supongo que no hace falta que narre
cómo me sentí tras esto ni la reacción de mi hermana al enterarse de que ya no
estaba el árbol. Cualquier persona que haya escuchado atentamente el relato
podrá imaginarse nuestra situación, aunque sólo sea de manera aproximada. Lo
único que os puedo asegurar con certeza es que cualquier cosa que conjeturéis
al respecto no será más que una nimia porción de lo que soportamos.
Por eso ella escogió aquel día para
mi regalo de cumpleaños y no podría haber acertado más al hacerlo. Ese dibujo
de nosotros jubilosos junto a aquel árbol, era la imagen de un pasado que
quedaba ya lejano. El reflejo de los días donde todavía podía ser feliz. Pero
no sólo representaba eso. Nuestro padre también estaba presente allí. Él estaba
en el columpio con su familia, junto al árbol de siempre y recordándonos que
nunca se irá completamente de nuestro lado. Preparándonos para los vaivenes de
la vida y enseñándonos a crecer sin perder la juventud. Tal vez con él hubiese
apreciado la luz de forma diferente.”
Segunda parte: Una tarde sombría.
El envolvente silencio, que
unánimemente se proclamó dueño del aula nueve, sugería inequívoco que el autor
de aquellas palabras había alcanzado su propósito. Su actitud inexpresiva fue
su único obsequio ante la reacción del resto e inmutable, regresó a su asiento
sin centrar su vista en nadie. Observó con parsimonia todos esas miradas que lo
analizaban minuciosamente, como buscando contestación para una pregunta que no
había formulado y consciente de que nadie habría alcanzado a entenderla. En su
interior gozaba de la ironía de la situación mientras su semblante no expresaba
más que una perenne indiferencia. Todos continuaban presos de aquella tregua de
palabras; algunos sumidos en ella y otros impasibles, aguardando aquel férreo
sonido que finalizara con la tensión que, gradualmente, estaba inundando en
ambiente. La profesora Perkins tuvo la iniciativa de alzarse antes de que la
situación se tornase más ardua, y tras una efusiva mirada a su clase, dijo
calibrando perfectamente sus palabras:
-Supongo que por hoy ya hemos
terminado la clase aún a falta de cinco minutos. Espero que no os acostumbréis
a esta tipo de regalos porque os aseguro que no serán habituales. Buenas tardes
a todos.
El silencio que había invadido
aquel lugar, pasó repentinamente a transformarse en el bullicioso ajetreo que
tan cotidiano resultaba ya para todos. Algunos alumnos se acercaron al chico
que, expuesto ante todos, había conseguido dignificar un pequeño fragmento de
su historia y le estrechaban la mano o repetían alguna frase como ‘bonito
relato’ o ‘seguro que con esto apruebas la asignatura’. Él tan solo les
devolvía algún ‘gracias’, como si sus opiniones no fueran acordes a las
expectativas que el mismo se había construido. Se sentía parcialmente vacío al
compartir una íntima parte de si con tantos que no podían comprenderlo y se apresuró
a escaparse entre el tumulto cuando todos estaban dispuestos a abandonar la
clase y a emprender el camino que les conduciría a sus correspondientes
hogares. Antes de lograr salir, su profesora le detuvo para decirle lo mismo
que sus compañeros le insinuaron anteriormente. Eso tampoco consiguió mermar la
impasibilidad que lo carcomía por dentro, así que reanudó su trayecto, sumido
aún en aquella maraña de pensamientos. Su mente divagaba absorta en el relato
que escribió el día anterior. Seguía sin concebir el hecho de que ya había
alcanzado la mayoría de edad y, mientras la propia inercia guiaba sus pies en
la dirección idónea, no podía evitar sentirse contrariado a sus pasos. Entonces
se detuvo y decidió dar un rodeo antes de regresar a casa. Comenzó a andar por
aquel camino que tantas veces había recorrido, ignorando aquel apetito que
empezaba a aclamar su presencia cada vez más notablemente. Pero no le
importaba, sólo quería disfrutar de la soledad en aquel lugar donde antes jamás
lo hizo.
El opaco manto de nubes grises que
se ceñía sobre el cielo revelaba que la tormenta estaba próxima. Él pensaba
que, ante todo pronóstico, lo más fortuito que podría ocurrirle un día como
aquel sería que la lluvia le regalase por su cumpleaños un catarro proporcional
a la tempestad que se avecinaba. Cuando llegó al parque, se sentó en el banco
donde su madre solía observarlos cuando eran más pequeños. Deambulando entre
recuerdos, perdió la noción del tiempo y se sumió en la urgente necesidad de
solventar los dilemas que la vida enunciaba en un lenguaje desconocido.
Dieciocho años y aún le faltaban tantas cosas por entender.
Observó el cielo y cada uno de los
matices y contrastes que, inequívocamente, pasarían desapercibidos ante los
ojos de cualquiera. El hipnótico vaivén de las copas de los árboles le
transportaba a otra época que rememoraba con nostalgia. La fuente que se erigía
ante él, consumía su esperanza por volver a reencontrarse con aquel árbol
ermitaño que un día llevó la imagen de su padre sobre sus brazos. Él era ahora
ese árbol que, solitario, contemplaba el mundo desde las sombras del parque
creadas por una tarde sin sol.
Entonces, dos figuras traspasaron
la puerta de aquel lugar y se aproximaron al banco donde llevaba sentado
durante horas el joven con la mirada perdida. Él no advirtió sus presencias hasta
que no se situaron junto a él, en una de las esquinas del parque. Su madre
llevaba una bolsa que dejaba oculto su contenido, la cual le entregó antes de
decir nada para que entendiese la razón que las había llevado hasta allí. Al
abrir la bolsa, descubrió que en su interior se escondía una planta y supo cuál
era la finalidad de aquello. Su hermana le cogió del brazo y tiró de él con
ansias para que se incorporase y les ayudara a plantarlo, pero él aún intentaba
recomponerse. Necesitaba asumir si realmente quería hacerlo ya que no sería el
mismo de antes y tardaría mucho en crecer. Pensó en mil argumentos que le
hicieran sentir mejor pero ninguno llegó a convencerle definitivamente. El daño
seguía presente ya que estaba resguardado en los lugares más recónditos de su
memoria y eso se mantendría inalterable por mucho que hiciera. Se negó a ser
partícipe de aquel intento de consuelo que había organizado su madre y les dijo
que no podrían sustituir aquel árbol. Entonces la madre, con una sonrisa en los
labios que pudo distinguir como sincera, dijo:
-No pretendemos sustituirlo aunque
lo creas. Sofía y yo llevábamos mucho tiempo pensando en qué podríamos
regalarte por tu cumpleaños y a ella se le ocurrió esto. La intención no es
plantar otro árbol para que puedas montarte en él como antes sino hacerlo para
que un día puedas ser tú quien columpie a sus propios hijos en él. No se nos
ocurrió mejor regalo para un cumpleaños tan especial como este… Así que felices
dieciocho, Manu.
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